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EL CARISMA FRANCISCANO

La Vida Religiosa como Carisma

El Concilio ve en la profesión de los consejos evangélicos un «don divino, que la Iglesia recibió de su Señor y que, con su gracia, conserva siempre». Quienes abrazan el estado religioso por vocación divina reciben «un don particular en la vida de la Iglesia, contribuyendo a la misión salvífica de ésta cada uno según su modo» (LG 43). Tal estado, «aunque no se relaciona con la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, indiscutiblemente, a su vida y santidad» (LG 44). La consagración religiosa se halla en la línea de la acción vital del Espíritu Santo y está integrada en la estructura pneumática o carismática de la Iglesia. Viene a ser como una intensificación de ese impulso general que el Espíritu comunica a todo el pueblo de Dios hacia «la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad..., según la medida de la donación de Cristo» (LG 40).

La estructura carismática, campo de acción del «Espíritu creador», es eminentemente dinámica; un modo de obrar más que un modo de ser; respuesta constante a las necesidades de adaptación de la vida de la Iglesia. Habituados a hablar de «estado religioso», nos exponemos a fijarnos demasiado en lo que tiene de institución, olvidando que, en su origen, toda forma de vida religiosa ha sido movimiento. A cada nueva posición de la Iglesia en el tiempo o en el espacio, por exigirlo el nuevo clima humano, el Espíritu Santo ha suscitado iniciativas de consagración de nuevo signo. El hecho de que la mayor parte de esos «movimientos», al ser recibidos en el cuerpo social de la Iglesia, se hayan convertido en «institutos» -con sus leyes, con su constitución orgánica, con sus modelos de conducta, con su cuerpo de doctrina y de tradición-, no anula su esencia dinámica y, por lo mismo, su actualidad. Sólo cuando una orden religiosa haya perdido su capacidad de renovación, es decir, de conexión con el contexto histórico, podrá decirse que ha perdido su razón de ser en el pueblo de Dios. Difícilmente sucederá que una forma de consagración, por antigua que sea, pierda su eficacia de signo, su carisma propio.

Pero el carisma no se identifica con los cauces concretos de la actividad. Podrá suceder que una forma de vida religiosa abandone, al pasar de una época o de un área cultural a otra, determinadas maneras de ser útil a los hombres para adoptar otras más al día.

El carisma, además, no obra a través de las instituciones, sino de cada uno de los elegidos. Decir que un instituto ha perdido su capacidad de renovarse equivale a admitir que sus miembros han perdido la docilidad a los signos del plan de Dios. Entonces, debe desaparecer. Querer sobrevivir sólo como institución, por perfecta y eficiente que se la suponga, es un contrasentido.

Hemos de agradecer al Concilio el que, en esta llamada general a la renovación, haya dado a las familias religiosas la consigna de escuchar la voz del Espíritu en cada uno de los religiosos, haciendo que todos tomen parte activa, y de dar margen a una amplia experimentación de nuevos modos de vida y de testimonio, reduciendo en cambio el montaje legislativo.[4].

NOTAS:


[4] Concilio Vaticano II, Perfectae caritatis (PC), 4; Motu proprio Eccl. Sanctae, II, 2, 4, 12.- J. Galot, Il carisma della vita consacrata, Milán 19692; AA.VV., Carisma e istituzione. Lo Spirito interroga i religiosi. Roma 1983.


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